El bajo perfil y la transgresión - Desasne Malena - Curaduría Natacha Katz

El bajo perfil y la transgresión: BARTLEBY


Bartleby, el escribiente
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Bartleby, el escribiente (Bartleby the Scrivener: A Story of Wall Street) es un relato del escritor estadounidense Herman Melville.
Se publicó por primera vez, de forma anónima, en el Putnam's Magazine, en dos números de la revista, en noviembre y diciembre de 1853. Se incluyó posteriormente en el libro de Melville The Piazza Tales (1856), con pequeños cambios. Según se cree, Melville se inspiró en parte, para crear esta obra, en su lectura de Emerson; algunos críticos han notado la existencia de paralelos concretos con el ensayo de Emerson The Trascendentalist. El relato fue adaptado al cine por Crispin Glover en 2001.

Argumento

Narra la historia un abogado de nombre desconocido que tiene su oficina en Wall Street, Nueva York, quien, según sus propias palabras, "en la tranquilidad de un cómodo retiro, trabaja cómodamente con los títulos de propiedad de los hombres ricos, con hipotecas y obligaciones". Tiene tres empleados, con los apodos de Turkey ("Pavo"), Nippers ("Tenazas") y Ginger Nut ("Nuez de jengibre"), a los cuales describe en la obra. Turkey y Nippers son copistas, o escribientes, en tanto que Ginger Nut, que tiene sólo doce años, es el chico de los recados. Los dos escribientes no son suficientes para hacer el trabajo de la oficina, por lo cual el narrador pone un anuncio para contratar un nuevo empleado, al reclamo del cual acude Bartleby, quien es de inmediato contratado. Su figura es descrita como "pálidamente pulcra, lamentablemente respetable, incurablemente solitaria".
El narrador asigna a Bartleby un lugar junto a la ventana. Al principio, Bartleby realiza una gran cantidad de trabajo. Sin embargo, cuando el narrador le solicita que examine con él un documento, Bartleby contesta: "Preferiría no hacerlo" ("I would prefer not to", en el original). A partir de entonces, a cada requerimiento de su patrón para examinar su trabajo, Bartleby contesta únicamente esta frase, con total serenidad, aunque continúa trabajando como copista con la misma eficiencia que al principio. El narrador descubre que Bartleby no abandona nunca la oficina, y que en realidad se ha quedado a vivir allí. Al día siguiente formula algunas preguntas, a las que Bartleby contesta sólo con su consabida frase. Poco después, Bartleby decide no escribir más, por lo cual es despedido. Pero se niega a irse, y continúa viviendo en la oficina. Sintiéndose incapaz de expulsarlo por la fuerza, el narrador decide trasladar sus oficinas. Bartleby permanece en la antigua oficina, y los nuevos inquilinos se quejan al narrador de la presencia de Bartleby, que se niega a irse del lugar. El narrador intenta convencer a Bartleby, sin conseguirlo. Finalmente, Bartleby es detenido por vagabundo y encerrado en la cárcel. Allí, Bartleby termina dejándose morir de hambre poco después de la última visita que le hace el narrador. En un breve epílogo, el narrador comenta que el extraño comportamiento de Bartleby puede deberse a su antiguo trabajo en la oficina de cartas no reclamadas, en Washington.
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Fragmento de Bartleby el escribiente. Melville


En contestación a mi aviso, un joven inmóvil apareció una mañana en mi oficina; la puerta estaba abierta, pues era verano. Reveo esa figura: ¡pálidamente pulcra, lamentablemente decente, incurablemente desolada! Era Bartleby.
Después de algunas palabras sobre su idoneidad, lo tomé, feliz de contar entre mis copistas a un hombre de tan morigerada apariencia, que podría influir de modo benéfico en el arrebatado carácter de Turkey, y en el fogoso de Nippers.
Al principio, Bartleby escribió extraordinariamente. Como si hubiera padecido un ayuno de algo que copiar, parecía hartarse con mis documentos. No se detenía para la digestión. Trabajaba día y noche, copiando, a la luz del día y a la luz de las velas. Yo, encantado con su aplicación, me hubiera encantado aún más si él hubiera sido un trabajador alegre. Pero escribía silenciosa, pálida, mecánicamente.
Una de las indispensables tareas del escribiente es verificar la fidelidad de la copia, palabra por palabra. Cuando hay dos o más amanuenses en una oficina, se ayudan mutuamente en este examen, uno leyendo la copia, el otro siguiendo el original. Es un asunto cansador, insípido y letárgico. Comprendo que para temperamentos sanguíneos resultaría intolerable. Por ejemplo, no me imagino al ardoroso Byron, sentado junto a Bartleby, resignado a cotejar un expediente de quinientas páginas, escritas con letra apretada.
Yo ayudaba en persona a confrontar algún documento breve, llamando a Turkey o a Nippers con este propósito. Uno de mis fines al colocar a Bartleby tan a mano, detrás del biombo, era aprovechar sus servicios en estas ocasiones triviales. Al tercer día de su estada, y antes de que fuera necesario examinar lo escrito por él, la prisa por completar un trabajito que tenía entre manos, me hizo llamar súbitamente a Bartleby. En el apuro y en la justificada expectativa de una obediencia inmediata, yo estaba en el escritorio con la cabeza inclinada sobre el original y con la copia en la mano derecha algo nerviosamente extendida, de modo que, al surgir de su retiro, Bartleby pudiera tomarla y seguir el trabajo sin dilaciones.
En esta actitud estaba cuando le dije lo que debía hacer, esto es, examinar un breve escrito conmigo. Imaginen mi sorpresa, mi consternación, cuando, sin moverse de su ángulo, Bartleby, con una voz singularmente suave y firme, replicó:
 Preferiría no hacerlo.
Me quedé un rato en silencio perfecto, ordenando mis atónitas facultades. Primero, se me ocurrió que mis oídos me engañaban o que Bartleby no había entendido mis palabras. Repetí la orden con la mayor claridad posible; pero con claridad se repitió la respuesta.
 Preferiría no hacerlo.
 Preferiría no hacerlo  repetí como un eco, poniéndome de pie, excitadísimo y cruzando el cuarto a grandes pasos . ¿Qué quiere decir con eso? Está loco. Necesito que me ayude a confrontar esta página; tómela  y se la alcancé.
 Preferiría no hacerlo  dijo.
Lo miré con atención. Su rostro estaba tranquilo; sus ojos grises, vagamente serenos. Ni un rasgo denotaba agitación. Si hubiera habido en su actitud la menor incomodidad, enojo, impaciencia o impertinencia, en otras palabras si hubiera habido en él cualquier manifestación normalmente humana, yo lo hubiera despedido en forma violenta. Pero, dadas las circunstancias, hubiera sido como poner en la calle a mi pálido busto en yeso de Cicerón.
Me quedé mirándolo un rato largo, mientras él seguía escribiendo y luego volví a mi escritorio. Esto es rarísimo, pensé. ¿Qué hacer? Mis asuntos eran urgentes. Resolví olvidar aquello, reservándolo para algún momento libre en el futuro. Llamé del otro cuarto a Nippers y pronto examinamos el escrito.
Pocos días después, Bartleby concluyó cuatro documentos extensos, copias cuadruplicadas de testimonios, dados ante mí durante una semana en la cancillería de la Corte. Era necesario examinarlos. El pleito era importante y una gran precisión era indispensable. Teniendo todo listo llamé a Turkey, Nippers y Ginger Nut, que estaban en el otro cuarto, pensando poner en manos de mis cuatro amanuenses las cuatro copias mientras yo leyera el original. Turkey, Nippers y Ginger Nut estaban sentados en fila, cada uno con su documento en la mano, cuando le dije a Bartleby que se uniera al interesante grupo.
 ¡Bartleby!, pronto, estoy esperando.
Oí el arrastre de su silla sobre el piso desnudo, y el hombre no tardó en aparecer a la entrada de su ermita.
 ¿En qué puedo ser útil?  dijo apaciblemente.
 Las copias, las copias  dije con apuro . Vamos a examinarlas. Tome  y le alargué la cuarta copia.
 Preferiría no hacerlo  dijo, y dócilmente desapareció detrás de su biombo.
Por algunos momentos me convertí en una estatua de sal, a la cabeza de mi columna de amanuenses sentados. Vuelto en mí, avancé hacia el biombo a indagar el motivo de esa extraordinaria conducta.
 ¿Por qué rehúsa?
 Preferiría no hacerlo.
Con cualquier otro hombre me hubiera precipitado en un arranque de ira, desdeñando explicaciones, y lo hubiera arrojado ignominiosamente de mi vista. Pero había algo en Bartleby que no sólo me desarmaba singularmente, sino que de manera maravillosa me conmovía y desconcertaba. Me puse a razonar con él.
 Son sus propias copias las que estamos por confrontar. Esto le ahorrará trabajo, pues un examen bastará para sus cuatro copias. Es la costumbre. Todos los copistas están obligados a examinar su copia. ¿No es así? ¿No quiere hablar? ¡Conteste!
 Prefiero no hacerlo  replicó melodiosamente.
 ¿Está resuelto, entonces, a no acceder a mi solicitud; solicitud hecha de acuerdo con la costumbre y el sentido común?
Brevemente me dio a entender que en ese punto mi juicio era exacto. Sí: su decisión era irrevocable.

Link para leer el cuento completo: http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/ing/melville/bartleby.htm

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Algo sobre la idea de huída.
Fragmentos del libro DIÁLOGOS de Deleuze y Parnet (edit. Pre-Textos)

Partir, evadirse, es trazar una línea. El objeto supremo de la literatura, según Lawrence: "Partir, partir, evadirse..., atravesar el horizonte, penetrar en otra vida... Así es como Melville ha rebasado la línea del horizonte..." La linea de fuga es una desterritorialización. Los franceses no saben muy bien lo que es eso. Por supuesto, como todo el mundo, huyen, pero piensan que huir, o bien es escaparse del mundo, mística o arte, o bien es una especie de cobardía

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