"Bed, Bed, Bed"


Era un pozo sin fondo, una ilusión óptica con carteles luminosos que decían “Bed, bed, bed”, estaba entrando en el precipicio de Iván Navarro por no estar en mi obra. Me absorbía. Mientras me deslizaba, intentaba sujetarme de los tubos fluorescentes que quemaban y me empujaban hacia adentro, hacia el vacio?
No sabía cómo escapar, no podía despertar, el aire condensado me despeinaba y alucinaba con aquellos proyectos que no podría hacer, aquellos cuadros que quedarían inconclusos, aquellos bocetos que no se entenderían por los vericuetos que hacia mi mano antes de dormir y al despertar; aquel desorden que había dejado y nadie sabría interpretarlo para acomodar.
Intentaba correr y no podía; pensaba en leer y la atención se desviaba: quería cocinar y no estaban los ingredientes; preparaba el headstand y me caía de espaldas al abismo; buscaba a mi familia, a mi novio, a mis amigas y apenas aparecían en fotos instantáneas que se perdían en ese torbellino; escuchaba el ladrido del perro, lo llamaba y no venía.
Veía la película de mi propia muerte, entrando en un estado de putrefacción en donde había lugar únicamente para esos organismos que me empezaban a invadir. Se nutrían de mi energía. ¿Energía? Que palabra tan bastardeada, diría Diana. Por qué los recibía con tanto desprecio? Por qué no me hacia nuevos amigos y aprendía a vivir con ellos?
Quizás podría nutrirme de ese mundo, sólo tenía que usar el principio de conversión de Iván: “un lugar de pasaje de estados, entre dos mundos, entre  lo conocido y lo desconocido, la luz y las tinieblas, la riqueza y la miseria. Un viaje hacia el más allá. La percepción de un abismo luminoso propuesto como si fuera un dispositivo mental.”
 Respiré una bocanada de aire.
Era solo un juego de espejos y luces.
Volvé al taller. Y volví.

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