María Urquizu por Natacha Katz

La obra de María diagrama un conjunto en movimiento: dibujos, pintura, objetos se amalgaman en un universo barroco cargado de climas intimistas y en algunos casos demasiado preciosista, como ella misma lo expresa, al referirse a sus dibujos. Es por ello que se animó a la pintura, buscando desprenderse de esa presión detallista que le impone el lápiz. Le interesa una pintura más suelta, más “bruta”.

Una composición que puede leerse como lo que decanta de los libros de Henry Darger, Soutine y cuentos infantiles clásicos que se apilan en su taller. También me cuenta que mira mucho National Geographic y revistas de moda y que luego construye en base “a los elementos que quiero que estén”.

Como un adorno, en su sentido simbólico más despojado, una ornamentación desnuda, que puede vestirse con casi cualquier ropaje semántico, sobrevuela ese conjunto de obra que no para de inquietarse.

Con los objetos se siente cómoda, le gusta desde el objeto marco, hasta incursionar en instrumental quirúrgico para desentrañar algo de lo órgánico que intuye dentro de ese universo barroco que la identifica. Negro sobre negro y agujas, masilla epoxi y papel, pelos y pintura de auto. Con esa base arma sus objetos que penetran como aguijones en la atención desprevenida que los mira por primera vez. Lo órgánico en su crudeza descarnada y a su vez tan dócil como el gesto del cirujano al hacer una insición, se siente como un baldazo de agua fría que despierta del suave ensoñar cotidiano en el que creemos que no tenemos cuerpo y somos inmortales.

La obra de María cuestiona desde un lugar que no se percibe instantáneamente, va penetrando, oradando, derribando muros de confiadas certezas, hasta que uno sin saber, se da cuenta de que ya es demasiado tarde, algo de uno se perdió, se transformó, se sublevó.

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