Clínica de obra Regina Calcaterra

Tengo una misión: me voy de expedición al sótano, a buscar tesoros de piratas.
Llevo una jarra de té con limón, una lupa, algo de abrigo, un par de medias de repuesto y una madeja de hilo de seda que usaba mi abuela para bordar. Ato un extremo del hilo a mi dedo con doble moño, el otro a la pata de la cama, y al resto lo dejo rodar por el suelo. Voy a trazar el camino que me va a traer de nuevo a donde estoy; esto yo lo soñé alguna vez, o quizás lo leí en alguna parte.
Me espera un  viaje largo, por suerte estoy bien calzada. Vamos! Estoy lista.
Al doblar la esquina, me sorprenden montañas de mazapán. Nunca había visto colores tan hermosos. Miro al suelo y sí, el hilo me viene siguiendo; miro al cielo y sí, es un día maravilloso.
Me pierdo en un entramado de calles, atravieso jardines repletos de rosas y selvas del caribe con animales salvajes.
En el camino también encuentro viejas ciudades de madera que no sé quién construyó. 
Cada ciudad tiene su plaza, su escuela y su templo. 
Las paredes de los templos están pintadas con jeroglíficos que me hacen cosquillas y no logro descifrar. Deben ser de alguna religión que todavía no fue inventada o de alguna tan antigua que no llegué a conocer.
Entre los dibujos encuentro formas graciosas, una casita al revés, un gusano que se zarandea y hace la vertical. Recorro las paredes, formo parte del ritual. 
Las escuelas están vacías y me asusto. Corro a una plaza cercana. Los niños juegan ahí. Comen galletitas de arena crujiente. Las galletitas con arena siempre son más ricas. Ese secreto lo saben los niños de todas las ciudades y de todos los tiempos, bueno, y claro, también lo sé yo.
No quiero sacar nada de su lugar, todo parece estar bien en su sitio. Pero ¡Ay! Que ganas de llevarme alguna piedrita, esa verdecita tan linda parecida a las aceitunas, un bloquecito de madera para la mesita de luz, una pieza de rompecabezas para poner debajo de mi almohada.
Dejo atrás las ciudades, y atravieso un bosque lleno de colchones de hojas que cantan cuando las piso al pasar.
En el camino de regreso, meto la mano en el bolsillo y toco una bolita de mazapán, un juguete roto que espero poder arreglar, una galletita enarenada, un librito de rezos para poder descifrar por las noches. 
Podrían ser todos objetos que elegí al azar, pero no, cuando los ponga arriba de mi escritorio formando una fila, todos juntos van a cobrar sentido.
Me voy con los bolsillos llenos de tesoritos. Y quien hubiera dicho que ni me moví de casa.


Regina Calcaterra, por Dalila Weil.


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